VIDA ESPIRITUAL PARA EL HOMBRE DEL MUNDO
Annie Besant
Continuamente oye uno a gente pensante y
seria quejarse de las circunstancias de su vida. “Si mis circunstancias fueran
otras, cuánto más podría yo hacer; si no tuviera tantos asuntos que atender, si
no estuviera tan amarrado por preocupaciones y ansiedad, tan ocupado en mi
trabajo, entonces podría vivir una vida más espiritual.” Esa es una de las
quejas más fatales, y es falsa. Ninguna circunstancia puede jamás estorbar el
desenvolvimiento de la vida espiritual. La espiritualidad no depende del
ambiente, sino de la actitud del hombre hacia la vida.
Si un hombre no comprende la relación entre
lo material y lo espiritual; si separa lo uno de lo otro como incompatibles,
como rivales, como antagónicos, como enemigos, entonces la presión de las
ocupaciones seculares, los fuertes impactos del ambiente material, las
tentaciones físicas, y el mantener el cerebro ocupado en estas cuestiones, hará
aparecer como irreal la vida del Espíritu. Ese es un error fundamental. Es la
tendencia moderna a separar lo que se llama sagrado de lo que se llama profano.
La gente dice que el domingo es el Día del Señor, como si todos los días no
fueran igualmente Suyos. Eso es como decir que seis partes de la vida no son
espirituales y una sola ha de dedicarse al Espíritu. Son frases que dan una
falsa idea. Lo correcto es decir que el Espíritu es la vida y el mundo es la
forma, y que la forma debe ser una perfecta expresión de la vida.
El mundo es la expresión de la Mente Divina. Todas
las actividades son formas de la actividad Divina. Las ruedas del mundo giran
por la voluntad Divina. Los hombres son solamente las manos de Dios que tocan
la rueda. El mercader contando su dinero, el tendero atendiendo en su
mostrador, el médico en hospital, todos estos pueden estar tan ocupados en una
actividad Divina como cualquier predicador en una iglesia. Mientras no podamos
ver la Vida Divina
por doquiera como raíz de todas las cosas, somos nosotros los que tendremos una
lamentable actitud profana, ciegos a la visión beatífica que consiste en ver la Vida Única en todas las cosas
y todas las cosas como expresiones de esa Vida. Si es cierto que Dios está en
todas partes y en todas las cosas, entonces Él está tan en la plaza de mercado
como en el desierto, tan en los bancos mercantiles como en la selva, tan en las
calles congestionadas de una ciudad como en la cumbre de una montaña. Si no
oímos la voz de Dios en todas partes es porque somos sordos, y no porque esa
voz Divina no hable. Es una debilidad nuestra, y si nuestros oídos fueran más
agudos, si fuéramos más espirituales, podríamos escuchar la Voz Divina tan
fácilmente en una ruidosa urbe como en el más bello escenario natural. Eso es
lo primero que debemos entender: que no vemos porque nuestros ojos están
ciegos.
Pero pasemos ahora a considerar las
condiciones para que el hombre del mundo pueda vivir la vida espiritual. Pues
hay condiciones. Se han preguntado ustedes alguna vez por qué abundan a su
alrededor cosas que quisieran poseer? Si esas cosas no estuvieran hechas para
atraernos, no estarían allí. Si fueran estorbos, ¿por qué se las habría
colocado en nuestro camino? Todos esos juguetes atractivos tienen por objeto
inducirnos a hacer esfuerzos. Y así crecemos. El resultado lo vemos en nosotros
mismos: algún poder se ha despertado, alguna facultad se ha desarrollado,
alguna capacidad oculta se ha convertido en una facultad activa. Y así vamos
pasando de una etapa de evolución a la siguiente. Crecemos, no por los frutos
que obtenemos, sino por los esfuerzos que hacemos para lograrlos.
Ahora bien, cuando los objetos pierden su
atractivo, la primera tendencia del hombre es a dejar de esforzarse. Pero eso
podría llevarlo al estancamiento. Cuando los objetos del mundo están haciéndose
menos atractivos, es el momento de buscar algún nuevo motivo. Y el motivo para
la acción en la vida espiritual es cumplirla porque es un deber, y no por la
recompensa personal que pueda traer. Veamos un ejemplo explicativo. Tomemos un
hombre del mundo que está haciendo una enorme fortuna, que ha puesto como
objeto único de su vida el dinero, la riqueza. Observémoslo. Todo lo subordina
a ese único propósito. Domina su cuerpo porque si deja dominar por él
derrochará cada semana el dinero que ha logrado reunir, en lujos y placeres. Y
por eso lo primero que trata de hacer es dominar su cuerpo, enseñarlo a
soportar rigores, a ser frugal; prescindirá de dormir si con viajar toda la noche
logra asegurar un contrato; se privará de descansar si con asistir a una fiesta
nocturna se entrevista con alguien que puede con su influencia ayudarle a ganar
más dinero. En fin, manda y manda sobre su cuerpo hasta convertirlo en un
esclavo obediente de la voluntad de su cerebro codicioso. Esa es la primera
lección que aprende: dominar el cuerpo.
Luego aprende a concentrar la mente. Si no
está concentrada, sus rivales lo derrotarán en los negocios. Si su mente divaga
de aquí para allá, indecisa, ensayando cada día un nuevo plan, sin
perseverancia, ese hombre fracasará. La meta que desea alcanzar lo enseña a
concentrar su mente, a mantenerla en un solo punto todo el tiempo que sea
necesario. Si persevera en este esfuerzo mental, su mente se fortalece y se
agudiza más y más y queda bajo su control. Ya ha aprendido no sólo a controlar
su cuerpo, sino a controlar su mente. ¿Ha ganado algo más? Sí, una voluntad
fuerte.
Ahora este hombre, con su cuerpo controlado,
con su mente bien dominada, con su poderosa voluntad, consigue sus objetivos y
atesora su dinero. Y después? Después descubre que al cabo de todo no puede
lograr que ese oro le asegure la felicidad para sí mismo; que no tiene sino un
solo cuerpo que vestir y una sola boca que alimentar; que no puede satisfacer
todas sus crecientes necesidades con todas las riquezas que obtiene, y que,
después de todo, su poder para obtener felicidad es muy limitado. Su oro se
convierte en una carga más que en un gozo; el primer deleite de alcanzar su
objetivo empalidece, y él queda saciado hasta que en muchos casos no puede
hacer nada más que amontonar pilas y pilas de monedas inútiles. Se le convierte
esto en una pesadilla más bien que un deleite; el oro aplasta al hombre que lo
ganó.
Ahora bien, ¿qué hará de ese hombre un
hombre más espiritual? Un cambio de objetivo, eso es todo. Que ese hombre
despierte en esta o en alguna otra vida a la comprensión de que el oro que ha
acumulado no vale nada; que vea la belleza del servicio a los demás; que logre
un atisbo del esplendor del orden Divino; que se dé cuenta de que todo el valor
de la vida está en darla como parte de aquella vida mayor que mantiene los
mundos, y entonces el poder que él ha conquistado sobre su cuerpo, sobre su
mente, sobre su voluntad, hará de ese hombre un gigante en el mundo espiritual.
No necesita prescindir de esas cualidades, sino prescindir del egoísmo, de la
indiferencia al dolor humano, de la dureza con que aplastaba a su semejante
cuando acumulaba tesoros haciendo padecer hambre a muchos. Debe cambiar su
ideal, del egoísmo al servicio; del deseo de aplastar al de elevar. Así el
coloso mercantil se convertirá en un hombre espiritual. Su vida estará
consagrada a la humanidad, y no reconocerá otro deber que el de servir y
ayudar. De la diferencia de objetivo y de motivo, y no de la diferencia en lo
externo, depende si un hombre es del mundo, mundanal, o del Espíritu,
espiritual.
Acabo de usar la palabra deber, porque ese
es el primer paso. Cualquier persona, sea cual sea su trabajo en el mundo,
comienza a hacerlo no porque le da para el sustento (aunque no hay nada de qué
avergonzarse de que así sea), comienza gradualmente a hacerlo más y más porque
es un deber y no porque quiere lograr algo para sí mismo. Esa persona está
dando el primer paso hacia la vida espiritual. Está cambiando su motivación;
todas sus actividades cotidianas tendrán un nuevo objetivo. Hay que cumplir el
deber. Hay que mantener girando las ruedas del mundo. La gente tiene que ser
alimentada; los enfermos deben ser curados; los ignorantes deben ser enseñados;
la justicia debe cumplirse. Viéndolo de este modo, el comerciante, el médico,
el abogado, el instructor, todos podrán tener una nueva visión de la vida. Y
podrán decir: “Esta actividad en que me ocupo es parte del funcionamiento del
mundo que es Divino. Estoy aquí para hacerla, y mi deber está en cumplirla
perfectamente. Enseñaré, o curaré, o argüiré, o comerciaré, o lo que sea, no
por el solo dinero que produce o el poder que otorga, sino con el fin de que el
gran trabajo del mundo pueda ser ejecutado dignamente. Haré mi trabajo como
servidor de una Voluntad más grande que la mía, en vez de hacerlo para mi
propia ganancia o provecho personal.”
Ese es el primer paso, y no hay ninguno de
nosotros que no pueda darlo. Podemos seguir trabajando como antes, pero
poniendo un nuevo espíritu en nuestro trabajo. Lo hacemos como un sirviente que
hace una tarea para su amo porque es su deber y porque su lealtad a él le hace
hacerlo bien. Esa es la vida espiritual, en la que todo se hace por deber, para
la humanidad y no para el yo personal. No es lo que uno hace, sino cómo lo
hace.
Ahora bien, eso parece cosa de poca monta si
uno piensa en su propio hogar, tienda, oficina. Visto caso por caso parece tan
pequeño. Pero supongamos que todos lo hiciéramos así, ¿cómo aparecería entonces
la faz del mundo? No habría trabajos chapuceros, mercancías malas en las
estanterías, productos alterados, nada que no fuera lo que pretende ser. Toda
casa estaría construida perfectamente; todo desagüe perfectamente colocado;
toda cosa estaría hecha tan bien como la habilidad y fuerza del hombre puede
hacerla. Un mundo así parece como un cuento de hadas, una utopía imposible.
Pero ese sería el resultado si cada hombre individual cumpliera su deber tan
perfectamente como sus poderes se lo permitieran. Y ese primer paso hacia la
vida espiritual no está fuera de nuestro alcance sino que está junto a cada uno
de nosotros.
Pero eso no es todo; hay una etapa más alta
que esa en la vida espiritual. Hay algo aún más grande que el deber, y es
cuando todo se hace como un acto sagrado. ¿Qué significa eso? No existiría el
mundo, ni ninguno de nosotros, si no hubiera habido un sacrificio primero por
el cual un fragmento del Pensamiento Divino se arropó en materia, se limitó a
fin de que nosotros pudiéramos llegar a ser conscientemente Divinos. Ese es el
gran sacrificio desde el principio del mundo. Sin Sacrificio Divino no hay
Universo. Es el sacrificio de amor que se limita a sí mismo para que otros
puedan adquirir conciencia propia y regocijarse en la perfección de su
Divinidad primaria. Y cuando toda acción se hace como un sacrificio, entonces
el hombre se convierte en un ser perfecto, espiritual.
Ahora bien, eso es difícil. La primera etapa
no lo es tanto. Podemos desprendernos de las cosas; podemos volver útiles
nuestras vidas; pero cuán difícil es hacer realmente nuestra tarea como parte
de la actividad Divina, libre de todo toque personal. Pongamos un ejemplo para
tratar de explicar lo que quiero decir. Supongamos un ejército que está
alistándose para atacar a un enemigo más fuerte. El comandante en jefe planea
su batalla, coloca un regimiento en un lugar y otro en otro, hace un gran plan
que incluye el total, y amanece el día de la batalla. El general despacha al
galope a un mensajero con una orden para algún capitán joven: “Ataque ese
fuerte que está a su frente, captúrelo y reténgalo hasta que le llegue orden de
abandonarlo.” Y el joven capitán con su pequeña compañía mira el fuerte y ve
que no puede capturarlo, que el fracaso es inevitable, que significa mutilación
y muerte para sus hombres, y que si ejecuta la orden recibida ni un solo hombre
de su pequeña compañía verá el sol del día siguiente pues todos serán
exterminados mientras ascienden la cuesta hacia el inexpugnable fuerte. Ve todo
esto; vacila? Si renuncia es un traidor. Llama a sus hombres y les dice: “Tengo
orden de tomar este fuerte.” Atacan. Son diezmados. Vuelven a atacar y otra vez
muchos de ellos caen. Insisten una y otra vez, hasta que no queda ni un solo hombre
para tratar de cumplir la orden. Mientras tanto, al otro lado del campo el plan
del general ha progresado; mientras la atención del enemigo ha estado ocupada
por este puñado de hombres que valientemente encaran la muerte, el plan de sus
camaradas se ha cumplido al otro lado, y cuando el sol se pone la victoria
pertenece a este ejército. ¿Han fracasado estos hombres cuyos cadáveres yacen
regados por la cuesta? ¿Qué dirá la historia?
No hay fracaso ni derrota cuando el
comandante en jefe es el Divino Arquitecto del Universo. El triunfo es
inevitable. Y ¿no deberá sentirse orgulloso todo el que sea llamado a
sacrificarse para que el plan pueda ser cumplido? No habrá fracaso pues la
victoria está siempre del lado Divino. Qué importa que parezcamos estar fracasando.
La vida que hemos dedicado devotamente a nuestros planes y la fuerza con que
hemos luchado por cumplirlos, nos ha colocado dentro de las filas de los
trabajadores de la
Deidad. Ninguna gloria es mayor que esa. Eso es sólo para los
fuertes, concedido. Pero el solo hecho de ver la belleza que hay en ello es
introducir algo de esa belleza en nuestras vidas. Pues ver la nobleza de una
cosa es empezar a encarnar esa nobleza en nuestra vida, y el mero
reconocimiento del esplendor de un ideal es el primer paso para transformarse
uno a su imagen y semejanza.
Ahora bien, supongamos que nosotros podemos
modelar nuestras vidas de acuerdo con estos lineamientos tan inadecuadamente
bosquejados. Entonces nos habremos tornado en hombres espirituales que viven en
el mundo, que transforman lentamente el mundo conforme al ideal Divino. Esta es
la idea central que transformará al hombre del mundo en el hombre espiritual, y
que donde mejor puede llevarse a cabo es en el mundo mismo. A los ojos de los
que conocen las muchas vidas de los hombres, la vida del ermitaño no es la
última vida de un salvador de su raza; quizá en una vida así pueda reunir
fuerzas para uso posterior; pero la vida de los Cristos es la vida en el mundo
y no la del ermitaño. El Dios manifestado deambula por entre las moradas de los
hombres. Pues solamente allí está la gran tarea que hay que cumplir, las
pruebas que hay que encarar, los poderes que hay que desarrollar. Los que
quieren alcanzar esa estatura deben crecer por la ley del crecimiento, que es
la ley de la experiencia.
Me parece pues que no hay uno solo de
nosotros que no pueda empezar a llevar la vida espiritual, con lo cual el mundo
mejorará para todos y el individuo se desarrollará más rápidamente con este
esfuerzo. Lo ideal está antes que lo manifiesto. El pensamiento crea la forma.
Y en cada uno de nosotros duerme la imagen Divina, y nuestra tarea es que esa
imagen se manifieste. Entonces seremos hombres espirituales. Vayamos al estudio
de algún gran escultor, no un simple marmolero, sino uno de aquellos genios que
le dan vida al mármol. ¿Creen ustedes que él está esculpiendo una estatua con
el mármol? No, él está liberando una estatua que está dentro del mármol. Quita
lo que sobra, lo que oculta a los ojos del hombre la belleza del ideal que él
está viendo. En el bloque que es todo lo que nosotros podemos ver con nuestros
pobres ojos, el ve la estatua perfecta aprisionada dentro del mármol, y con
cada golpe de su mallete va liberándola, va acercando su ideal a la
manifestación.
Lo mismo sucede con nosotros todos: somos
toscos bloques de mármol en el estudio del mundo, y la Divinidad está oculta
dentro de nosotros como lo está la estatua dentro del bloque. Y nosotros somos
los escultores que con nuestra vida hemos de manifestar esa estatua, hemos de
poner en libertad la belleza aprisionada, y con el mallete de la voluntad y el
cincel del pensamiento debemos cortar todo lo que sobra, todo lo inútil que
oculta a la Divinidad
viviente dentro de nosotros.
De suerte que doquiera estemos, en cualquier
taller de este mundo en que nos encontremos trabajando, mantengamos en nuestro
corazón el ideal que anhelamos realizar. Sintamos la presencia de la Divinidad aprisionada
que será nuestro privilegio libertar nosotros mismos con nuestras propias manos
y nuestros esfuerzos. Entonces seremos conscientes de lo que realmente somos:
hombres a imagen de Dios.
Extractado
y traducido del “American Theosophist”
de
Feb. 1982 por Walter Ballesteros.